Hoy, la Iglesia tiene gran reverencia por el Jesús que caminó sobre la Tierra, el Galileo, el hijo de María, el maestro y el hacedor de milagros. Nunca nos cansamos de oír y hablar de la grandeza de Jesucristo de Nazaret.
Nos encanta recordar cómo Jesús echaba fuera a los demonios y cómo se mantenía firme contra todas las tentaciones. Abrió los ojos ciegos, destapó los oídos sordos, hizo que los paralíticos saltaran, restauró los brazos marchitados, sanó a los leprosos. Convirtió el agua en vino, alimentó multitudes con sólo unos pocos panes y peces; y en más de una ocasión Él resucitó a los muertos.
Sin embargo, en algún momento de la historia, los cristianos comenzaron a limitar el poder presente de nuestro gran Salvador que hace milagros. La Iglesia desarrolló una teología que hizo de Cristo, Dios de lo espiritual, pero no de lo natural. A menudo no lo conocemos como Señor sobre nuestros asuntos cotidianos, como Dios de nuestra casa, de nuestros hijos y de nuestro matrimonio, de nuestro trabajo y de nuestras cuentas.
Pablo nos está diciendo que necesitamos una revelación del poder de Jesús resucitado, sentado a la diestra de Dios, con todo el poder que se Le ha dado en el cielo y en la Tierra. “[Dios] sometió todas las cosas bajo Sus pies” (Efesios 1:22). Al leer este pasaje, el Espíritu Santo tocó mi corazón con una poderosa verdad: “Jesús nunca ha sido más poderoso de lo que es ahora mismo”. Además, según Pablo, Cristo está “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero” (Efesios 1:21).
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